¿Y si te digo que se viene algo nuevo y diferente? ¿Algo a lo que le vengo poniendo ganas desde hace un rato? ¿Ese algo que quiero que marque un punto y aparte en mis .doc?
Esperemos que pronto.
Yo, éste.
domingo, 5 de octubre de 2014
martes, 12 de agosto de 2014
Recorte crudo del capítulo "D"
Daniel
llenó el vaso con su bebida gasificada sabor lima-limón y continuó su ejercicio
de mirar la pared.
-Sí,
definitivamente los recuerdos se nublaron –pensaba mientras zapateaba en el
suelo ritmos de batería (pronto serían respondidos por la señorita del piso de
abajo, que quiero dormir la siesta carajo, que la policía y que te voy a llenar
la cara de dedos y otras variopintas variantes de halagos repentinos y, como
siempre, venidos desde el corazón-. Es que así se piensa mejor –argumentaba-,
pero volviendo al tema, siempre la misma historia: recuerdo todo mi día de ayer
hasta que ella volvió a casa «schirick», desde ese frío punto se alza una pared
de hielo «schiriiiick», un glaciar desproporcionado arruinando mi bosque de
belleza primaveral, seccionando
mis recuerdos y privándome de reír de esa cosa graciosa que dijo y creciendo un
aura misteriosa tras este como si de esas enormes montañas que cuidan a la Plateau of Leng se tratase.
La pava chilló y
él no recordó cuándo había prendido
el fuego, solo se limitó en
apagarlo, cosa a la que una voz, un eco del futuro perdido en alguna parte de
este basto cosmos (o no, o quizá más allá) acotaba un “Por ahora”. De todas
maneras tomó su bebida gasificada sabor lima-limón.
-Y esto no es,
pero si estaba... Maldita seas agua con gas, carajo –decía ese al que le
sobrevenía una vez más ese monótono e irritante caso, impulsado solo por querer
recordar ese “poquito más”. Suplicaba y le rogaba a ese subconsciente suyo que
dejara de guardar esos secretos con tanto recelo, que por qué y dame motivos,
como si escondiera algo que sabe que él mismo no debería ver. Más temprano que
tarde Daniel comenzó a ver todo como si él mismo supiera algo que no quería
ver, o que no debía saber, pero estaba seguro que marcado a fuego estaba El
Episodio. Dentro, teorizaba Daniel, en un lugar muy profundo de su yo cósmico había un pequeño Daniel que tenía un
secreto (y que, vale decir ya que andamos de paso, vivía en una fortaleza
infranqueable para muchos), que sabía más que los demás Danieles que habitaban
esa coraza danieloza. Incluso existía la posibilidad de que ese no fuera un
Daniel más, sino un algo digno de llamarse Ese.
Pero pronto (y
lastimosamente) se retiró de esta batalla con su subconsciente, de estudiar el yo con una herramienta tan básica como lo
es el cerebro (en comparación, claro), abandonó estos pensamientos como quien
abandona una pelea pacíficamente luego de (muchos golpes) entender que no puede
ganar; sin embargo no lloraba la derrota, se volverían a encontrar y esta vez
Daniel tendría muchísimas más teorías desarrolladas. Pero, mientras tanto,
Daniel decidió pensar un poquito en algo más, para distraerse, ya ves, y ese
algo más era ella, cómo no.
«Con todos estos
cortes, estas “censuras”, nuestra relación deja de ser una película y termina
volviéndose un conjunto de fotografías abismalmente separadoresumidas. Y, para
colmo, atadas con una bandita color marrón. Se saca los auriculares para
saludarme, uy, qué macana, no le gusta el pollo y me regala un dibujo, seguido
de chauteamo (creo que eso era un te amo, salió desenfocada, es que a mi cámara
mental hay que tenerle paciencia para que enfoque y se ve que pintó la prisa) y
allá viene ella tan linda cuando camina, sonríe y se saca los auriculares, chau
otra vez. Y yo que después me pongo a buscar excusas cuando no me acuerdo de
las cosas que me cuenta.»
»Pero, quién sabe,
quizás es algo bueno, ¿no? Quizá no se trata de olvidar cosas porque sí, quizá
no sea tan contraproducente. O quizá…
»”CHAN CHAN
CHAAAN” Ahora pienso en finales y parece que la pava está humeando de nuevo..
Entre teoría y
teoría una campanita le sonaba en la cabeza (no, no era la pava otra vez), un
recordatorio programado (por cabeza digo celular, con esto de la tecnología hoy
en día, ¿vio?). «No me jodas que la tengo que pasar a buscar hoy» lo último que
las paredes escucharon antes del sonido de las llaves y el portazo.
Estas creyeron oír
a lo lejos varios «Pero yo soy un pelotudo».
«Ay pobre
pelotudo» cantaba el coro de querubines porcelanados, el auto gira y ellos se
mueven inversamente, teniendo siempre la misma distancia (ese lacito rojo) del
retrovisor, que esperaban a la primera oportunidad para molestar a Daniel, como
hacían de costumbre. Dorados rizos se posaban en sus cabecitas blancas, unos
perfectos espirales, girá en Hirigoyen (Yrigoyen para entendidos) que se van a
pegar un lindo susto (así como cuando fuiste al zamba de Santa Cruz por primera
vez), haciendo resaltar demasiado vistosamente a sus ojos, dos verdes, dos
azules y uno marrón, solo Dios sabe qué le pasó al otro).
(Paradójicamente)
Ninguno tenía labios, y eso que se escuchaban sus cantos en todo el auto, pero
solo en el auto.
«Creo» pensaba nuestro héroe salvador, un macho cabrío de
aquellos, de pecho peludo y manos ensangrentadas, temido por sus enemigos,
terrible jugador de ping-pong, no tan buen buscador de amadas que salen del trabajo.
martes, 13 de mayo de 2014
APOLLO 31
Recobro la conciencia en un parpadeo. La
luna entra por la ventana y dibuja a la silueta, no veo su rostro pero oigo la
risa, su risa. Mientras me acerco a la oscuridad que la conforma la luna
menguante se confunde con su pelo, con su cuerpo; mientras nuestros labios se
buscan la luna les ilumina el camino. Extiendo mi brazo hacia la luna, quiero
sentirla, tan suave y deliciosa, quiero palparla. Me extiendo más y toco sus
rayos, son sedosos y largos; mis dedos juegan entre ellos, contentando a la
silueta, mientras siento que sus labios se rozan con los míos. La luna (la que
no está detrás de la ventana) es sensible, mis dedos la sienten carnosa y delicada
(¿quién lo hubiera dicho?), la palpo y la beso, heterogénea hasta sus dos
puntos. Mis labios se rozan con toda su luna, arriba y abajo; siempre habla
pero no usa palabras, su lenguaje me advierte o me alienta, sentimientos y
deseos.
Sus traslucidas manos acarician y juegan
en mi espalda, las mías sienten toda la luna, cada recoveco, guidas por su
lenguaje, por el deseo concebido por mi cariño. La luna comienza a acercarse a
la ventana, a la figura que la emula tan deliciosamente: si digo que es
deliciosa es porque lo sé, me acerco y la pruebo, su beso y sus manos en mis
mejillas, junto con un poco de perfume, de su exquisito perfume; en cuestión de
segundos soy el catador de su deseo, el catador de la pálida y hermosa luna.
La luna terrenal (la más bella) se
acercó a mí, su nariz juntó con la mía, y muy lejos, detrás (debajo) de nuestro
beso oímos a un botón desabotonarse. Ese era el trato, cuatro besos por sus
cuatro botones, su lenguaje (el que no tiene palabras) me alienta a más, a
sentir (conocer) el centro de la luna, a descubrir qué me aguarda allí. Como
una nave espacial a punto de aterrizar tengo el sumo cuidado, como quien se
esmera en un regalo para un ser querido soy delicado; sus ojos, los ojos
lunares, están fijos en mí mientras que la otra luna (la de la ventana) nos
mira e ilumina, paciente pero ansiosa. Me cierno sobre ella, la siento, siento
todo lo que ella siente: el dolor por las penas pasadas peleándose con el
deseo, mientras una lluvia de amor inunda la escena. Uso su lenguaje (sé qué
siente y quiero que sepa que yo siento igual) al mismo tiempo que ella, sus
ojos, redondos y hermosos, se dirigen a los míos, su boca media abierta y la
sorpresa; llegamos a entendernos de verdad por primera vez y lo encontramos
agradable (“…muy agradable” piensa ella). Su cansada mirada no se ha separado
de la mía, su agitada respiración no evita su sonrisa y el beso.
Entro, oigo su idioma, el idioma del
amor, siento uñas en mi espalda: son profundas, pero no como yo dentro de la
luna.
Entro. La luna menguante parece girar
(ciclar) a medida que amo a su parecida, se ve que la luna nueva da paso al deseo
creciente y la luna igual, “Adiós” se dicen cuando la luna llena llega: ahora
otra vez menguante. Su luna roja se confunde con la pálida, la de la ventana
sigue mirando. Ella sigue usando su lenguaje y ahora está sobre mí, me miran
los deseosos ojos, pardos y estelares. Beso la luna suave y las uñas me
mantienen acostado, siempre donde ella me quiere. Salvaje, pienso, salvaje y
refinada a la vez… mi contradicción favorita ejemplificada por sus suaves (suaves
y húmedos) labios sobre mí y sus labios (los que me besan, los que me hablan
sin palabras) me sugestionan y me muerden tiernamente. Los besos paran y se
desvanecen de mis labios, ahora se mudan a mi pecho: este le gusta y los
desploma sobre él, a los únicos, blancos y dulces sobre mi sensible piel. Ahora
mis besos y nuestro (ya no es más solo suyo) lenguaje son iguales, solitarios
allá arriba, pero ella sigue besándome, como una suave manta sobre mí: el
profundo explorador de la luna, tan blanca iluminada por su par. Me besa y yo
me avergüenzo, me siente profundamente en sí y se avergüenza: la otra luna nos
ilumina.
Recito su lenguaje y ella me ama, poemas
y sonetos equivalen al amoroso deseo, al sentimiento escondido.
Todo explota: la luna de la ventana se
rompe.
Todo explota: ella se recuesta sobre mí.
Todo explota y todo me besa, suaves
(calientes y húmedos) labios. Sobre mí dibuja corazones, recordando la frase,
la frase que hablaba de su profesión: ladrona de corazones, mi maestra en el arte
de los sentimientos. Dibuja y me mira, me gustan sus dibujos; nada la ilumina,
pero ella no tiene miedo. Se ríe y se siente protegida: ¿Que si quiero amor?
Siento su perfume en mis labios, lo saboreo en los suyos, sabroso. Me despido
de su rostro y me lo vuelvo a encontrar en mis sueños.
lunes, 5 de mayo de 2014
Un amor en su carpa.
Su silueta destaca junto con la colorida
y larga tela que cuelga del techo. Estira sus brazos y la atrapa (todo es
oscuro, o casi. Todo excepto por ella, la silueta iluminada por el reflector),
la tela se tensa, sus músculos se contraen para subir su cuerpo; si soltara
¿qué le pasaría? Es obvio. Sube sus brazos, ¿caerá? Sus moldeadas (por ángeles,
claro) piernas se habían asegurado, un pie sobre el otro; el izquierdo entra
por la derecha, el derecho llega por arriba. Siempre amó esa subida. Ahora sus
brazos se contraen y sus piernas se extienden, ella sonríe, todos en el público
le devuelven la sonrisa.
Continúa alternando esta subida (“La
Rusa”, ¿por qué se llamará así? ¿Por el frío?, ¿o quizá por el riesgo? No lo
saben, sin embargo todos amaron cómo la ejecutaba, cómo la pronunciaba), junto
con vueltas y tomas efectuadas con la increíble precisión de su cuerpo. <<¡Oh!
¿Qué es eso?>> se suele escuchar cuando, sorpresivamente, está de cabeza.
Su sombra muestra un jazmín, su remera una rosa roja (roja y profunda como sus
labios, como sus uñas y sus arrebatadoras calzas. Mira hacia el reflector (solo
hay uno pero es suyo, su reflector), al brillante ojo que siempre la mira, el
único público que importa. Ella y la tela, como si fueran una, y el reflector,
su amante; <<Siempre estuvo allí>> pesará ella, <<Siempre me
observó>>. Siempre la cuidó. Estando de cabeza ella recuerda (creo que no
mencioné sus cabellos, oh sus negros cabellos, todos se embriagan en ellos;
provocante seda, atada por una colita. Todos en la audiencia lo desean:
<<Sí, por favor, soltalos. Mostranos cómo caen>>, todos quieren
saber cómo caen desde su invertida figura y, cuando suba, ver cómo caen sobre
sus hombros; todos anhelan la embriagante imagen, todos anhelan volver a ser
flechados por ella), cuántas cosas ha visto ese reflector, cuántas peleas y en
cuantos llantos ha estado ahí con ella.
Y es por esto que su actuación es tan
ilustre, nadie en el público la merecen (¿cómo podrían?, ¿quién podría?), solo
el reflector, confidente, amigo y, sobre todo, amante.
Y es por esto que ella quiere hacerlo y
disfruta, cómo debe de disfrutar su amante, quien solo la mira a ella; se aman.
Así,
deslizándose entre las telas, sosteniéndose, como agua entre rocas, como una pluma
en el aire. Hay un adjetivo; ella es muchos adjetivos, pero ahora destaca uno:
suavidad. El público está absorto, no comprender cómo, pero ella gira y termina
mostrando su equilibrio, el equilibrio de su enloquecedora figura, la tela se
dispara desde su vientre, perpendicularmente, al techo. Se escuchan aplausos,
ella sonríe agradecida al sentir el calor del reflector (no ha escuchado
ninguno de los aplausos, no le interesan), gracias. Decide que él se merece
más, así sube y repite giratorios y rápidos movimientos, aún seguía siendo la
sutil y tranquila, como si dominara este arte a la perfección, como si ella
misma fuera la diosa de las artes (celos siente la mismísima Minerva, incluso
Artemisa). Todos dicen lo mismo: hermosa. A ella no le importa qué digan, solo
quiere saber la opinión de su amante, a quien está dedicando todo su acto, a
quien ha dedicado todos sus actos.
Estira y juega con las telas, se
divierte y brinda su espectáculo. Extiende las telas, se envuelve en ellas;
sale (o asoma su cabeza, por lo menos) y mira al público. Todos ven su sonrisa
picarona; alguno que otro cree que, cuando guiñó el ojo, se lo guiñó a él, pero
ella sabe a quién le estaba guiñando.
Sube, quiere cerrar con broche de oro.
Ata, ata y ata, se prepara, suspira, abre los ojos y se suelta. Adelante una vuelva,
dos a la derecha y termina formando una pequeña bolita; “el bebé”, simple pero
tan deliciosos a la vista.
Nadie ve su rostro, pero ella sonríe,
siente al reflector sobre ella, siente… ¿qué es eso?, ¿cuántos sentimientos hay
ahí? Orgullo, felicidad y, ¿cómo no?, mucha satisfacción. Fue su acto y fue
increíblemente magnífico.
Ahora ya se va a festejar con sus amigos
y, muy probablemente, a conocer a otro pululante individuo que, como todos,
quiere conocerla para “llegar a algo”. Sabe a qué se enfrentará y se para en la
puerta. Mira la tela y luego al apagado reflector, ambos sonríen, ella le tira
un tierno beso y cierra las puertas; ahora su lugar romántico está cerrado y a
oscuras, esperando su regreso al otro día, quizá a reír, quizá a amar. Siempre
volver a su romance, a su herencia. Porque cuando allí ella no está (cuándo su
reflector, su tela y su aro la extrañan) deja su corazón, para que la recuerden
tal y como es ahí, pura. Y espera volver para reclamarlo y volver a asegurar
que tiene un hogar.
sábado, 3 de mayo de 2014
Busco estrellas.
Hasta hace un rato estaba lloviendo. Una lluvia pasajera,
liviana, como tímidas gotas que piden permiso antes de llegar al piso. Me llamó
la atención, porque hace un rato yo estaba llorando. Allá afuera mis lágrimas
no valen nada, son otras saladas gotas de las demás. Diría que mis problemas
parecen chicos afuera, pero no son grandes en ningún lado; son mis problemas,
míos, por eso parecen grandes para mí, porque son lo único a lo que me puedo aferrar.
Aun así salgo afuera. No se siente bien, las gotas están frías.
Adentro hacía calorcito, quiero eso, pero tenemos que darnos lo que necesitamos
no lo que queremos.
Las tiernas gotas se veían bien desde adentro, pero son
frías e incómodas.
Me quedo un buen rato ahí, no puedo ver las estrellas, no
hay estrellas, solo nubes. Sí hay estrellas, allí están y vendrán. O no. Sí, sí
están.
Tienen que estar en algún lado.
No conforme con mi suposición abro la reja de mi casa, sin
molestarme en cerrarla corro lejos, todavía debajo de la lluvia, buscando.
Tienen que haber estrellas, tienen que estar en algún lado. Ya no hay lágrimas
en mi cara, o al menos creo que no hay, solo fría lluvia. Estoy incómodo, no me
gusta el agua, no me gusta la lluvia.
¿Dónde no están las nubes?
-¡Señora! –le grito a una mujer que estaba despidiendo a
quien parecía ser su hijo-, ¿dónde no están las nubes?
Me mira desconcertada, pobre. Habrá olvidado su juventud y
los momentos de las nubes sin motivo; oh, estúpido tú (estúpido yo), que cree
que no hay motivos.
-La juventud no justifica nada de eso –me digo entrecortadamente,
estoy corriendo hace mucho, correr me marea. Claro que no justifica las nubes.
Quizá deba pensar antes de gritarles a las pobres señoras que despiden a quien
parece ser su hijo. Quizá deba pensarlo dos veces antes de salir a correr bajo
la lluvia.
Ya esto acá, ¿sí? No queda otra, ya empecé a correr, ya
empecé a buscar las nubes, esta vez de verdad. Sentado, mientras miraba por la
ventana, también las buscaba aunque sin tantas ganas. Cualquiera busca sentado,
mirando por su ventana. Yo quiero correr a las nubes, quiero librarme de toda
duda.
La calle no se acaba, tampoco las nubes. Correr no es
divertido, tampoco perder la esperanza con cada sacudido paso. Brillos, luces y
altura. Un terriblemente grande edificio se pierde en las nubes. Brilla mucho.
Entro.
Ella me invita a subir a los asciendescensores:
-Pero me dan miedo –le confieso.
Me da la mano y sonríe.
[Sonido de asciendescensor (como el de los ascensores pero
más alto e insoportable)]
De alguna manera sigo sintiendo la lluvia, la terraza. No,
no siento la lluvia. Estamos llorando, los dos. Luces, brillantes pardas luces,
estrellas. Solo teníamos que subir, mucho pero subir.
¿Qué significa esa metáfora? Ni yo lo sé. ¿Mira arriba y
encontrarás la luz?
Solo sé que por esos minutos en los que estuvimos juntos y
nos tomamos de la mano no había ni una sola nube, ni una sola gota de lluvia.
Cuando bajé las gotas no era lo mismo, ya no eran frías, ya
no eran incómodas. Ella me acompañó a casa, entró, se quedó un rato, nos
quedamos juntos solo un ratito, un feliz ratito.
Nos quedamos juntos una feliz vida.
Probando cosítas.
Termina, ella ahuyenta mi odioso temor, ella alza mi orgullo terminalmente. Espero a mi odio temprano estando absorto, mientras
observo todos esos anacrónicos momentos.
Oh, todos están aullando mentiras; oh, todos están alegres, mirándonos.
Oh, todavía eres anhelada, mi obsesión tardía.
Estas acciones muestran orgullosas tétricos estados a mi osado,
tan estúpido, amor. Muestran orgullosas tantos encuentros (algún momento
olvidado) turbulentos, espejados, anteriores. Me observan, te estudian. Abren
mi obtuso tejado, están aquí, mientras otros te enseñan a mostrar odio.
Todos estos ardientes momentos, o todos estos ambiguos mecenas,
odian tu esperanza, arrancan mis ojos, tu electo amor.
Muchos odiamos.
Tierna, educada, amorosa, mi osado Tulipán. A mí, o todos, enamora.
Altísima mente, o temible altísima mente. Orgullosa, te extraño. Amor mortal
obstruido tanto. Este amor, mortal o terminable, adora mis osadía.
Termina, ella adora mi osadía.
Tal era aquella muchacha ordinaria.
miércoles, 23 de abril de 2014
Reflejos.
Cuando me bajé del remís ella ya estaba en la puerta, esperándome.
Nuestro saludo se enmudeció al oír el motor del destartalado Ford Uno y se vio
obligado a repetirse. Buen… <<brum>>… buenos días. Hol…
<<bruum>>… hola. La decorada casa nunca llegó a ser totalmente
acogedora para mí, aunque sí disfrutaba de estar ahí. Los viejos libros olían a
libros viejos, y mucho. Qué magnífica colección, debían de haber cientos de
ejemplares de todo tipo allí. Yo avanzo distraído por los libros, como siempre;
ella espera estática luego de cerrar la puerta, justo frente al espejo. Me
volteo, sus brazos se extienden hacia mí, la abrazo. Miro al espejo, la beso.
La beso solo en el espejo. Yo (mi yo del espejo) me sonrío a mí mismo, el
espejo se raja y ella no lo nota.
Estamos a solas, escucho a otro espejo quebrarse, solo que ahora no sé
dónde. Creo que la casa constaba de muchos espejos. El de la puerta, el del
escritorio, el del baño, probablemente muchos en las piezas y quizá algún otro,
escondido por algún lado. Uno, dos, tres y más. Mínimo tres. ¿Y cuántas
superficies que reflejan? <<Estás al horno>> me dice una cómica voz
desde muy profundo de mi coco. Su voz me ofrece sentarme en la silla pero solo
vamos a estar en la cocina el tiempo necesario, igual me siento. Pasados siete
minutos nos encontramos sentados en su cama (la de debajo de las dos, la de
menos peluches), ella con su té, yo con mi café. Conversamos como si creyéramos
que el otro no entenderá lo que decimos. Pequeños sorbos, grandes sorbos. Como
si nuestras apariencias fueran todo, somos tan profundos. No puedo ver el fondo
de mi café, este lo bloquea. Esperamos el momento en el que podamos ser
honestos, solo que todavía no llega. Una cuchara, dos de azúcar y un poco de
leche para el té, ¿el café? El café solo, por favor.
Los cuadros de la televisión se mueven lentamente, tanto que puedo
notar cuándo cambian. Ella parece no notarlo; cuadro, uno, dos, tres, cuadro.
La televisión se resquebraja, miro a su rostro, inmutable, delicado, real (por
ahora, creo. ¿Real? Espero).
Me acomodo sobre la manda, la gran puerta (o quizá no sea una puerta,
¿una pared corrediza tal vez?) da a la cocina. La mesa, las cuatro sillas
comunes (individuales, símbolo de la soledad para los que no les gusta estar
parados) y la doble, la heladera, la pileta para lavar los platos, el horno con
sus cuatro bebés escupidores de fuego y, por último, unos centímetros de
microondas (la puerta, o la no puerta, tapan el resto). Apenas unos centímetros
de microondas es lo necesario para ver el fuego en el reflejo, pero claro, no
hay fuego en realidad. El microondas muestra una rajadura, una lenta y creciente
rajadura, hace un poco más de calor (<< ¿o soy yo? >>, pienso
inoportunamente).
<<Crick>> (sí, el cristal no hace <<crack>>,
hace <<crick>>, todos lo saben), la tele se resquebraja más y
concluye con su funcionamiento, que en paz descanse. Ahora la muerta e incolora
programación es el reflejo de la cama, con nosotros dentro, claro, que apunta
hacia la televisión… ¿o la televisión apunta hacia nosotros? Los cuadros siguen
pasando lentamente.
Ella omite que la tele se rompió, quizá cree que yo la apagué. Nos
acostamos y recuesta su dulce cabecita sobre mí. Hablamos (ella quería dormir,
yo no tenía sueño… o quizá no quería quedarme a merced de los reflejos),
hablamos como siempre, apreciando temas de conversación y opinando. Siempre
aprecié esto, siempre lo hice, siempre. No aparto los ojos de ella, de su pelo,
de sus grandes y delineados ojos. Sé que no debo mirar a la televisión, sé que
muestra ese deleznable reflejo.
La conversación pasa desde que alguien le hizo el día imposible hasta
que alguien la desilusionó; desde que no le gusta el pescado cocido hasta que
me extrañó; desde que me siente raro hasta el empalagoso panqueque que se
comió. Creo que ya se va entendiendo la aleatoriedad de nuestra conversación,
de un hilo de divagación. Me doy cuenta que sus ojos me han hipnotizado, eso es
la verdadera belleza, sus ojos son juventud. Pero… ¿qué es eso en el reflejo?
<<Tarado,>>, dice de nuevo la cómica vocecita, << miraste al
reflejo>>. Sonidos de censura suenan en mi cabeza mientras maldigo a todo
lo que existe. Sus ojos, su particular color pardo favorece que el reflejo sea
más fácil de ver. Soy yo, mis labios muestran, dictan una frase que cualquiera
puede reconocer. A ver… las formas de la boca con respecto a las vocales: *e
a*o. Fácil. Lo dice, yo lo digo, mi yo reflejado, lo veo. Lo repite tantas
veces como quiere, tantas como las necesita; por un momento me siento celoso.
Escucho a un espejo romperse, el del baño, probablemente. Necesitaba decírselo,
<<crick>>, lo necesito, él y yo. Necesito pedirme ayuda, necesito
tener el mismo valor que yo (el yo de sus ojos).
Los espejos se siguen resquebrajando, seguimos hablando, ya no sé de
qué, sus ojos me distraen de todo. Son tan grandes, los amo. La televisión se
resquebraja (más). Yo no puedo, ¿qué pasaría?, ¿amarnos?, ¿amarla?
<<Crick>>, me hundo en sus ojos, reviento de placer. El yo espejíl
sonríe.
-Te amo –digo.
Se escucha a la televisión romperse, sus ojos se cristalizan, se
resquebraja y se rompen al mismo tiempo que la ventana del remís.
<<Crick>>
-¡La puta madre! –grita el remisero.
Repito: Buen… <<brumcrick>>… buenos días. Hol…
<<bruumcrick>>… Hola. Entro, me gusta la decoración, el olor a los
viejos libros. Ella está parada, estática luego de cerrar la puerta, justo al
lado de donde había un espejo. Sus labios se ven tan… tan… cercanos. Me acerco
un poco más y <<crick>>.
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